El secreto de mi dieta no es pasar hambre, sino comer más (y mejor)

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Diario de un gordo a dieta II: El secreto de mi dieta no es pasar hambre, sino comer más (y mejor)

Segundo capítulo del diario de un gordo a dieta. En esta entrega, cómo perdí 4 kilos en un mes, pero el milagro es cómo he cambiado mis hábitos alimenticios en unos pocos meses.

Por Javier P. Martín  |  27 Agosto 2018

Como os contaba en el primer capítulo de este Diario de un gordo a dieta, llevo unos meses ganando la guerra contra mi cuerpo. Sigo siendo un niño gordo, aunque roce la treintena y ya no tenga sobrepeso: es una forma de ser y comer que se queda para siempre. Habrá vacas gordas y vacas flacas (con "vacas" me refiero a mí, y lo que quiero es estar flaca). 2018 está siendo año de vacas flacas, y lo he conseguido gracias a una dieta que se basa en un acuerdo tácito con mi cuerpo: para adelgazar no hay que pasar hambre. Todo lo contrario.

Ni Dukan, ni suplementos raros ni batidos verdes de texturas pegajosas. No hay nada de milagroso en la dieta a la que me somete mi nutricionista: consiste en comer las calorías que necesita mi cuerpo cada día, ni más ni menos. El milagro, y con suerte lo que se quedará conmigo en el futuro, está en cómo he cambiado mis hábitos alimenticios con unas pautas muy sencillas; cuatro comidas al día, bastante copiosas, compuestas por los tres nutrientes básicos: proteínas, hidratos y grasas.

Hace ocho meses, cuando empecé la dieta, me podrían haber dicho esto mismo en chino y habría significado lo mismo para mí: nada. Como no estoy al tanto de toda la teoría que se esconde detrás (como por ejemplo cuáles son los hidratos de carbono simples y cuáles los complejos), me voy a centrar en mi caso práctico. Que me llevó a perder 4 kilos el primer mes pero es solo aplicable a mí mismo, es decir: no debes hacer esto en casa al pie de la letra.

Cuando le dije a mi nutricionista cuáles eran mis hábitos diarios, mis muchos vicios culinarios, mi peso e índice de grasa corporal (que me dijo una futurista báscula en una farmacia del barrio, avisándome por el camino de que sufría sobrepeso) y cuál era mi objetivo, él elaboró una dieta basada en la ingesta de unas cantidades concretas de proteínas, hidratos y grasas en cada comida. La tabla se dividía en tres columnas, una para cada nutriente, y en cada una de ellas me ofrecía un abanico de opciones entre distintas comidas con sus respectivos pesos concretos. De repente me convertí en lo que más odiaba: una persona que pesa lo que se come.

Proteínas, hidratos y grasas

La lista de hidratos que podía comer consistía en arroz o pasta integral, avena o pan integral. Entre las proteínas, había claras de huevo, pavo, pollo, pescado blanco, ternera, atún al natural, tofu, queso batido desnatado o kefir. No conocía la existencia de algunos de estos alimentos, pero la mayoría estaban agazapados en los estantes del supermercado, entre los yogures griegos y las pizzas refrigeradas que tan bien localizadas había tenido siempre.

Entre las grasas se encontraba el aceite de oliva, que siempre tenía que añadir después del cocinado, frutos secos naturales y cosas que sonaban muy millennial como semillas de chía y aguacates. Este es el grupo de nutrientes que más me sorprendió, porque dependiendo del mes podía añadir a la cena unas cuantas onzas de chocolate negro sin azúcar, y aquí se encuentra una de mis mayores adicciones confensables: el hummus. Eso sí, el de Mercadona, que tiene ingredientes más saludables. Básicamente empecé a añadir hummus a todos los platos, probablemente ofendiendo todo sentido del gusto y la estética culinaria. Pero mi objetivo es adelgazar, no ganar Masterchef.

Mucho verde, pero no solo verde

A la lista de alimentos que podían conformar mi dieta la acompañaban unas cuantas indicaciones generales. Todo tenía que prepararlo a la plancha, al vapor o hervido, tenía que beber de 2 a 3 litros de agua diarios, y debía añadir a todos los platos vegetales verdes ilimitados. Lechugas, espinacas, pepinos, brócoli, el verde es el acompañamiento de todo plato, pero no la base como había ocurrido en dietas anteriores. Una ensaladita está bien siempre y cuando lleve atún, tofu, o trocitos de pollo a la plancha, unas nueces o un aguacate.

Podía abusar de las especias (sin azúcares añadidos) pero tenía que olvidarme de la sal. De la noche a la mañana, mis platos sustituyeron cualquier sabor por un ligero aroma a curry o ajo, dependiendo del día. La dieta ha conseguido que me alimente de forma más saludable, no que aprenda a cocinar.

Los hidratos de carbono, que habían sido la base de mi pirámide alimenticia en los felices tiempos en los que me sustentaba de grandes fuentes de macarrones con tomate, han cedido mucho terreno. Ahora puedo permitírmelos solo en las comidas antes y después del entrenamiento en el gimnasio. Y los días que no entreno, no puedo comer hidratos.

Las cantidades de nutrientes varían cada mes, dependiendo de cuántos kilos pierda o si mi nutricionista decide que tengo que apretarme más o menos el cinturón, y esto es aún más habitual en el caso de los hidratos.

El hummus, un placer culpable a prueba de casi cualquier dieta.
El hummus, un placer culpable a prueba de casi cualquier dieta. Shutterstock

Habréis notado la ausencia del azúcar, claro. Puedo tomar estimulantes naturales como el café, el té o el mate, siempre y cuando los endulce con edulcorantes sin calorías. Ni siquiera tengo manga ancha con las frutas, la fuente más saludable de glucosa: puedo tomar tres piezas al día, y aquí se incluye el tomate (una de las sorpresas más grandes que me he llevado con esta dieta) y un plátano maduro después de cada entrenamiento.

Muchas dietas permiten un día libre, o más laxo, normalmente el domingo. En mi caso solo tengo una comida libre a la semana, que puede ser cuando quiera. Es decir, esa comida se convierte en algo parecido a la última cena de un reo antes de morir. A veces me encuentro reflexionando durante días sobre cuál debe ser el capricho que me permitiré esa semana: ¿una buena hamburguesa o una pizza a domicilio? ¿Cocina exótica o ese guisado grasiento de tu madre? Como en toda ley, hay una trampa: mi nutricionista habla de "comida libre" sin especificar tiempos ni cantidades, así que el oasis semanal suele ir acompañado de un dulce postre y alguna bebida alcohólica. La felicidad se puede contar en horas.

Un desayuno fuerte (pero no todo vale)

Uno de los mayores cambios que he aplicado con esta dieta es mi relación con los lácteos. Mi gusto por los yogures, los quesos, los helados y, sobre todo, el vaso de leche para desayunar, he tenido que sacrificarlo. Por el camino, he dado un giro de 180 grados a mi forma de empezar el día. Curiosamente, aunque fue uno de mis mayores reparos cuando empecé la dieta, se ha instalado de una forma fácil y definitiva en mi rutina.

Antes desayunaba vasos de leche con cacao, galletas y cereales con azúcar. Obviamente, nada de esto se encontraba entre las opciones que me daba la dieta. Empecé a mezclar queso batido desnatado (algo bastante parecido al yogur natural sin azúcar) con frutos secos y semillas de chía. Como voy al gimnasio por la tarde después de la oficina, no puedo añadir hidratos, pero una buena opción en algunos días en los que entreno por la mañana es la avena, o un par de tostadas integrales.

El gran cambio vino cuando me pasé a lo salado, una opción para empezar el día que casi atentaba contra lo más parecido a una religión que he tenido nunca. Claras de huevo (con especias y un chorrito de limón, y hechas al microondas) con salmón ahumado y aguacate. Lejos de provocarme las arcadas de los primeros intentos, poco a poco platos de este tipo se han convertido en una comida perfecta para dar el pistoletazo de salida olvidándome del hambre hasta mediodía (con la ayuda de un par de cafés, claro).

Bienvenido al fascinante mundo de los tuppers

Ya comentaba en la introducción de la semana pasada que la rutina diaria trabajando en una oficina había sido lo que terminó por hacerme perder el control de mi peso. La cantidad de horas sedentarias y el poco tiempo libre se juntaron con mis escasas habilidades en la cocina. De alguna manera la dieta ha solucionado esto, con sus estrictas cantidades y su rigurosa selección de alimentos. Ahora sé que tengo que comer cuatro veces al día unos gramos concretos de unos determinados platos. Me ha ayudado para instalarme en una rutina predecible pero cómoda: claras de huevo con salmón, salteado de pollo con brócoli y frutos secos, kefir con avena antes del gimnasio, ensalada de atún para cenar. Ligeras alteraciones cada día, aceptando que la comida es un sustento necesario y no un entretenimiento, pero siendo consciente de que una buena alimentación tiene que ser variada y una dieta tiene que estar llena de opciones si uno no quiere aburrirse y empezar a saltársela a las dos semanas.

Esto conlleva también una organización previa, una preparación semanal y una compra concienzuda y eficaz. La nevera y la despensa han de estar llenos únicamente de los alimentos permitidos, y he tenido que encontrar el tiempo para poder cocinarlos. Termino los días llenando tuppers para la jornada siguiente, aunque sé que otros consiguen dedicarle una tarde a organizar varias comidas que almacenar en la nevera y el congelador y así poder olvidarse de ello durante unos días. Depende de cómo quieras gestionar tu tiempo libre para poder invertirlo en la dieta. Es mejor esto que acabar comiendo todos los días comida precocinada o gastando demasiado dinero en menús de restaurantes.

¿Vale la pena? La respuesta depende siempre de ti. Yo he aprendido que llevar una dieta saludable no solo requiere voluntad, sino que también te pide esfuerzo y tiempo. Y capacidad para aprender a cambiar tus costumbres. Pero la lección más valiosa que por fin he interiorizado es que hacer dieta no consiste en comer menos ni pasar hambre. Con estas cantidades, normalmente estoy tan satisfecho que no pienso en caer en las muchas tentaciones en forma de bollería industrial y refrescos con azúcar que tengo a mi alrededor.

No me entendáis mal: de vez en cuando sigo pensando en los vasos de leche con cacao, o en los donuts bañados de chocolate. Y sinceramente, aunque de esto hablaré más adelante, a veces me permito quebrantar las leyes que me ha impuesto mi nutricionista. Pero el gran éxito es haber conseguido que los deliciosos caprichos perjudiciales sean la excepción y no la regla.

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